miércoles, 9 de octubre de 2013

Lecciones admirables





Hace, ya, un mes recibí una llamada que tenía todas las “papeletas” para permitirme volver a creer en las bondades de los responsables que gestionan las empresas. Personalmente, tengo la suerte de conocer a muchos; ahora bien ya sabes mi postura. Ellos tienen más suerte porque me conocen a mí.

La llamada fue escueta: “Oye, Álvaro. Vente para aquí. Tenemos que diseñar la política de precios para el año que viene.” Un “vale” por mi parte hubiera bastado pero no quise contenerme y le dije: “Si me estás diciendo que deje todo lo que estoy haciendo y salga corriendo para tu despacho; tienes dos problemas. Uno, definir tu política de precios. Y otro, mi política de precios acaba de sufrir un incremento sustancial. Sabes de mis capacidades para el primer problema, para el segundo acabas de eliminar cualquier posibilidad de solución”.
Para ti, querido lector, ni se te ocurra hacer algo similar. Primero, porque no conoces a tus clientes. Y segundo, porque yo tengo alternativas. En cualquier caso, la respuesta del comunicante fue: “Jod…, no pierdes ocasión de atizarme, ven y te cuento”. Ese día, mi cliente, tuvo suerte.  El café que tomamos, lo pague yo. Me hizo estar de buen humor ver que un responsable de una compañía quería hacer bien las cosas. Otro más que se incorporaba al club, al de los directivos que se preocupa por adelantado de todas las situaciones y soluciones posibles. El resto, posiblemente tú, seguís siendo mediocres porque estáis esperando enfrentar las situaciones difíciles cuando se produzcan.
Tras mi primera reunión la problemática estaba clara.  El caso es el de una empresa industrial que transforma componentes, los ensambla y vende a los clientes que los incorporan, a su vez, en el producto que recibe el cliente final. Así, en esos momentos, la situación se resumía de la siguiente manera:
·         No había muchas posibilidades de obtener una mejora de los precios de compra a los proveedores de materia prima y componentes.
·         Sus procesos productivos estaban muy condicionados por una falta de adecuación a la realidad del mercado.
·         Su asignación de costes era imprecisa y no estaba actualizada.
·         Su política comercial no mantenía una coherencia ni estaba planificada.
Con estos “mimbres” había que construir un “cesto”. Había que priorizar y replantear cada punto.
Tras dedicar una semana a analizar todo el sistema, desde dentro, era el momento de plantear a mi cliente el camino a seguir. Le llamé, a primera hora de la mañana, y le dije: “Estas de suerte, sigo de buen humor. En veinte minutos te recojo en tu fábrica que hoy tampoco vas a pagar el café”.
Le recogí y tras unos minutos conduciendo, me preguntó a donde le llevaba a tomar café. Simplemente le respondí: “Hoy vas a tener la oportunidad de ver el mejor sistema de fijación de precios de venta. Luego solo tendrás que imitarlo”. Tras media hora de viaje, llegamos a un pequeño pueblo, de aquellos en los que el tiempo parece que no pasa. Entramos en el bar, allí estaba su dueña. Una señora de 60 años equipada con su delantal, unas manos acostumbradas al trabajo, y una eterna sonrisa. Como siempre, me saludó afectuosamente y nos acondicionó una mesa. Sin decir nada más, nos trajo una tetera y unas tazas. Aquella señora hace el mejor café de puchero que he probado en mi vida. En el bar no había nadie y ella se metió en la cocina a seguir con su faena.
Mi cliente tenía cara de impaciencia y parecía desconcertado. Solo acertó a decirme: “No sabía que por aquí había alguna fábrica”. “Yo no te dije que viniéramos a ninguna fábrica, tómate el café y relájate”, le contesté.
Desde el primer sorbo, la cara de mi cliente cambió. Sin lugar a dudas era el mejor café que había tomado nunca. Estaba degustando el segundo café cuando llamé a la dueña y la invité a sentarse con nosotros. Tuvimos una conversación con ella.
“Dile a mi amigo como es un día de trabajo tuyo”. Ella nos relató lo siguiente:
“Me levanto a las seis de la mañana y a las siete estoy en el bar. Me siento en esta misma mesa y escribo el menú que voy a ofrecer ese día. Hago la lista de ingredientes y las cantidades que necesito. Tengo una lista de las cosas que tengo aquí, es una lista que siempre pongo al día antes de cerrar la noche anterior. Luego llamo a los del mercado para encargar todo aquello que necesito. Me dicen los precios y voy quitando o añadiendo hasta completar el dinero que me puedo gastar ese día. Hay veces que tengo que rehacer el menú con otros ingredientes, hay cosas que no todos los días se pueden pagar. Cuando tengo encargados todos lo que me hace falta y he rehecho los menús, calculo cuanto tiempo voy a dedicar a cada plato. Así sé el tiempo que tengo que tener encendidos los fuegos, el horno o lo que vaya a necesitar. En una hoja, para cada plato, apunto lo que me cuesta cada ingrediente, la cantidad, el tiempo necesario y añado los ingredientes que tengo aquí”.
“¿Cómo sabes cuánto te cuestan los productos que tienes aquí?”, le pregunte yo. “Cada vez que compro cosas para la despensa anoto en el envase el precio al que lo compré.”
Ella prosiguió. ”A todo eso le sumo los gastos del bar dependiendo del tiempo que se tarda en hacer la comida, lo que hay que gastar de cocina, servir los platos, recogerlos y fregarlos.”
Y ¿eso como lo haces?, le pregunté. “Muy fácil. Si el bar está abierto y no hago nada, no tengo ingresos pero sí gastos. Si gasto más es porque algo he hecho y eso solo se hace si ha entrado algún cliente. Por tanto ese gasto de más ha sido para atender y servir a ese cliente. Pero, además, ese cliente ha podido entrar porque yo ya estaba gastando dinero en tener abierto el bar. Todo eso hay que sumarlo. Si yo tuviera un solo cliente que se toma un café y me paga un euro, a mí me habría costado todo lo que cuesta tener abierto el bar un día, más el fuego, el agua, más el tiempo de poner, recoger y limpiar la taza, la cuchara; más el café y el azúcar. Si solo diera cafés, sabría cuántos clientes necesito para, cobrando un euro, ganar algo de dinero. Como hago más cosas pues puedo dividir el gasto del bar en cada uno de ellos. Así sé a cuanto tengo que vender para ganar algo.”
Pero, ¿cómo divides el gasto del bar en cada cosa que vendes? Ella contestó. “Un café necesita unas cosas pero no necesita tener un cuchillo, luego el gasto del cuchillo es para otra cosa que se pueda vender. Cada cosa en su sitio y a cada uno lo suyo.”
“Y, ¿qué más haces en un día?”, le pregunté.
“Atiendo el bar y cuando cierro repaso el tiempo que he tardado en hacer todo. Tengo una libreta en la cocina y cada vez que paso anoto todo lo que he hecho desde la última vez. Así voy viendo si lo que preveo por la mañana ha salido como esperaba. Luego cierro la caja y separo el dinero que voy a destinar para las compras del día siguiente del que quiero guardar. Hay más cosas que pagar, la gestoría, los seguros, mi sueldo, impuestos, etc.”
La señora se disculpó, tenía cosas que atender. Mi cliente no había abierto la boca. En ese momento su mirada estaba perdida en el fondo de la taza del café. No tengo noción, pero seguro que pasaron más de dos minutos en esa situación. En ese momento pasó la dueña a lado de la mesa y le pregunté: “Hoy, cuando has encargado productos en el mercado; ¿has podido regatear los precios?”. Ella con sonrisa burlona contestó: “Una cosa es que busques el mejor precio de aquello que se quiere y otra es que cueste lo que yo quisiera”.
He de reconocer que el silencio de mi cliente me desconcertaba. Así que decidí interrumpir aquello en lo que estuviera pensando. Le indiqué que se levantara y que me acompañara a la cocina. Ver cocinar a aquella es un espectáculo, además de una limpieza absoluta y un orden propio de un quirófano, era todo un placer ver como manejaba todo aquello. La buena señora no estaba sorprendida por nuestra presencia, ella sabe que me gusta “olisquear” y está acostumbrada. Ante la presencia “desconocida” de mi cliente quiso disculparse por los medios de su cocina: “Me gustaría poder tener una de esas cocinas que se ven en la televisión, pero me voy apañando con estos fogones de más de cincuenta años, un horno de los de pueblo de antiguamente y el espacio tan pequeño”.
Allí no había ni microondas, ni lavaplatos, ni nada a lo que podamos estar acostumbrados.
En ese momento le pregunté a la señora: “¿Cuál crees que son las razones para que tengas clientes?” Ella con mucho aplomo me contestó: “Mira, hijo, soy consciente de que no todos vienen porque les pueda gustar lo que hago y, solo, valoran que los precios son buenos. También sé que otros, como tú, venís porque os gusta algo de lo que hago. El caso es que hay que atender a todo el mundo por igual y no puedo poner los precios que a mí me gustaría para los primeros o atender peor a los segundos.”
“¿Has pensado alguna vez en tener dos precios para esos dos tipos de clientes?” le pregunté.
Ella contestó: “Más importante que el precio, para mí, es saber lo que gano en cada cliente. Me preocupo de saber cuánto me cuesta lo que doy a cada cliente. Eso siempre lo tengo que cobrar. Otra cosa es que reduzca o elimine lo que gano con un cliente u otro. Tengo que garantizar que al día siguiente puedo comprar lo que necesito para seguir abriendo el bar. Además tengo un secreto, a los clientes que solo ven el precio; les vendo más. Ellos saben que tengo buenos precios, pero hay unas cosas en las que gano más que otras. Cuando yo les ofrezco aquellas en las que gano más, también me las compran.”
Salimos a la cocina indicando a la dueña que me cobrara los cafés y unas botellas de licor casero que hace ella. Nos despidió con la amabilidad y familiaridad de cualquier abuela.
Ya en el coche, camino de vuelta, mi cliente me preguntó por el licor. Yo contesté: “Lo he comprado por dos razones. Una porque quiero regalártelo para que cada vez que lo bebas te acuerdes de la señora. Y la otra, porque la señora nos ha dedicado tiempo. Un tiempo en el que no ha podido hacer lo que tenía previsto y hoy ganará menos dinero porque ha perdido ese tiempo. En las botellas de licor tiene un margen que le compensará nuestra visita”.
La primera vez que fui a ese bar fue por casualidad. Pedí un café y a la hora de pagar le di cinco euros. Me quedé sorprendido al ver la vuelta. La dueña al ver que iba a dejar propina, intuyó que me había parecido barato. Supongo que me identificó como un cliente que volvería por el precio. Entonces empezó su estrategia comercial. Me ofreció degustar el licor. Compré media docena de botellas. Con el tiempo pase a ser otro tipo de cliente y me sirve el café en la mesa.
Al día siguiente teníamos una reunión en la fábrica. Se había convocado una reunión con todo el equipo directivo. Mi cliente tomó la palabra y dijo: “Ayer estuve en una fábrica con más problemas que nosotros para negociar con los proveedores, con un sistema productivo precario, pero con una claridad de ideas tal que tiene grandes clientes con los que gana dinero y una capacidad comercial ejemplar. Nosotros tenemos menos problemas con los proveedores, un proceso productivo que tiene que mejorar, no sabemos la realidad de nuestros costes y no somos capaces de transmitir al cliente lo que podemos ofrecer. Por tanto el problema lo tenemos nosotros y tenemos poco tiempo para tomar conciencia y mejorar.”
Yo no dije nada, ahora mi cliente ya me invita a todos los cafés.