martes, 14 de enero de 2014

El germen

Eran cerca de las doce del mediodía en los comienzo del mes de julio, día caluroso de esos que aparecen cuando comienza, en serio el verano en España. Mi mente estaba más ocupada en arrepentirme de llevar el traje y no haber escogido una indumentaria más fresca. Había quedado a la hora en punto y, como de costumbre, yo ya estaba esperando a mi cliente. 


El objetivo del día estaba un poco difuso. La única razón de estar allí, sin saber cuál era mi cometido, era que ya había trabajo para el cliente y los "métodos" me eran familiares. La hora, y mi cliente, llegaron y tras el saludo correspondiente nos dirigimos a las oficinas centrales de la empresa con la que mi cliente había quedado.
Intuía que mi misión era la de asesoramiento ante la posibilidad de que mi cliente pensara en realizar alguna inversión en la compañía en cuya sede nos encontrábamos en ese momento. Como digo, ya había estado con mi cliente en situaciones similares.
Entramos en una sala de reuniones, amplia, un poco dejada (en cuanto a su decoración) y con cierto olor a rancio. Lo mejor de todo era lo fresquito que se estaba.
Al cabo de cinco minutos se habían hecho las presentaciones y todos los asistentes nos encontrábamos sentados. El objeto de la reunión era el que presuponía. Mi cliente quería comprar la compañía. Yo, mientras escuchaba mucha verborrea sobre lo buena que era la empresa a comprar, miraba de reojo un inmenso paquete de documentación que habían dejado a mi izquierda. En ese momento, ya sabía que en breve iba a tener que quemar mis cejas en esa ingente documentación. Rezaba para que tuviese mucha "publicidad" corporativa que no me hiciese perder el tiempo.
Había un directivo de la empresa que no hacía otra cosa que mirarme con disimulo pero era poco eficaz. Saltaba a la vista que estaba muy intrigado con mi presencia. Parecía impaciente por ver mi expresión cuando empezara a revisar la documentación proporcionada. Nada más lejos de mi intención. No iba a dedicar un segundo a mirar la documentación en aquella reunión. Ya tenía claro cuál iba a ser el encargo de mi cliente. En ese momento, simplemente acompañarle para dar una mayor relevancia a su visita. Después, que me "comiera" la documentación y que le aconsejara la compra y le proporcionara un valor objetivo. Yo sabía que en el caso de que la compra fuera una buena inversión, mi cliente, no se iba a contentar con un simple consejo. Querría poder valorar un análisis contundente de la inversión. Tampoco me importaba mucho, lo prefiero así.
Finalizada la reunión, y después de recibir consejos de los directivos sobre cómo debía analizar la documentación busqué con la mirada la puerta de salida. La de escape, aunque sabía que la temperatura fuera era altísima. Prefería una bocanada de aire caliente a la sensación de hastío que se había apoderado de mí.
Mientras bajaba las escaleras, porteando la ingente cantidad de documentos, pensaba en lo poco que iban a durar esos directivos ahí fuera. La empresa iba a ser comprada por mi cliente o por otro, y al poco esos directivos iban a engrosar las listas del paro o, en el mejor de los casos, iban a ser degradados.
Estaba claro que entre el propietario y los directivos había un acomodamiento a la situación que hacía pensar, al propietario, que tenía una joya; y a los directivos que eran imprescindibles. Cuanta mediocridad.
Cuando mi cliente recuperó el sentido después de enfrentarse al calor que golpeaba con mayor dureza, miró su reloj. Eran las dos y media, y el estómago reclamaba su avituallamiento. Mi cliente no es de los que perdonan un buen almuerzo y, yo ya tenía claro, que mi día estaba amortizado. Era cuestión de que discutiese con mi cliente el objetivo real de mi trabajo, honorarios, tiempos y formas de trabajo. Lo de siempre.
Durante la conversación con mi cliente recibí información adicional sobre el caso. La empresa que se quería comprar disponía de una línea de negocio común con la de él. La línea de negocio se había determinado como estratégica para los próximos años. Se había determinado que, al igual que el país, el despegue de la empresa de mi cliente se iba a producir a partir de ahora y la punta de lanza era esa línea de negocio.
En la línea de negocio compartida, la empresa objeto de compra tenía una posición dominante y se había granjeado la confianza de los clientes. Realmente su posición, en este caso, venía determinada más porque tenía un despliegue geográfico más adecuado para tal fin. Por ello, mi cliente me insistía en su interés en ese aspecto. 
Después del café y con su bebida espirituosa de rigor, mi cliente aumentó su verborrea sobre la operación. En mi cliente era habitual, y yo tenía claro que lo que iba a escuchar serían los planes de futuro para la empresa que pretendía comprar.
En primer lugar me describió la estructura interna de la empresa. La de su accionariado, una empresa familiar constituida por sendas familias. Dentro de la sociedad trabajaban hijos de los fundadores. La verdad es que este aspecto no tenía mucho interés, para mí, salvo conocer si la decisión de la venta era compartida por todos los accionistas. 
Seguidamente me describió una estructura operativa ineficaz, personal mal preparado y unos niveles productivos pésimos. Es evidente que, mi cliente, utilizaba como patrón comparativo a su propia empresa.
Mi cliente pidió su segunda copa y comprendí que era el momento de manifestar mi opinión antes que mi cliente fuera perdiendo sus facultades para un pleno raciocinio. No había partida de mus, pero mi siguiente manifestación fue un órdago en toda regla: "Estoy dispuesto a colaborar contigo en el proceso, siempre y cuando me designes como consejero delgado de la empresa cuando la compres. De esa manera seré la persona que indique al equipo directivo, que designes, el camino a seguir".
Tras los tira y afloja, en términos económicos y duración de mi intervención, cerramos el acuerdo con un apretón de manos. Al día siguiente me ocupé de formalizar el contrato y sus condicionantes, que lo bien hecho bien parece.
El encargo tenía un primer horizonte claro. Antes de que acabara el mes había que decidir si se mandaba una oferta seria y, por supuesto, su cuantía y forma. Si todo fuera bien, y se formalizara el acuerdo, mi cliente mandaría a su equipo el primer día de septiembre para tomar mando en plaza; y a mí como consejero delegado. Tenía por delante escasos veinte días para argumentar, sólidamente, ante mi cliente la bondad o no de la compra junto con el valor objetivo.
De nuevo me encontraba saliendo de las oficinas centrales, en este caso de mi cliente, acarreando la voluminosa y pesada documentación que los vendedores habían proporcionado. Las oficinas eran diferentes pero el calor y el peso de los papeles era idénticos.

Era el momento de empezar. A partir de ese momento mi despacho se compondría de una gran mesa donde desplegar toda la documentación de la empresa objetivo, mi mesa de trabajo, dos pantallas para trabajar con el escritorio extendido y la pizarra. Con todos los accesorios en orden, llegó el momento de trabajar...