Cuando acabo mi jornada
de trabajo procuro abstraerme de las situaciones que se me plantean en el
desarrollo de mi actividad profesional. Puede que no tenga esa capacidad
suficientemente desarrollada y, en ocasiones, me dedico a reflexionar sobre la
mediocridad que veo en diferentes organizaciones. Por otro lado, no me
desespero a pesar de que sé que voy a seguir conociendo prácticas peligrosas en
las empresas que me impiden “desconectar”.
Mi último “descubrimiento”
no es tal, quizás es mejor definirlo como una muestra más de tantas que he
visto y que, por desgracia para muchos como tú, me quedan por ver.
Soy de los que piensan
que todos tenemos dentro un vendedor. En realidad, de una u otra manera,
estamos siempre vendiendo. También es verdad que, en más ocasiones de las
deseadas, aparecen “iluminados”.
En una ocasión conocí a
un joven que formaba parte de la red junior de ventas en una compañía. Él no se
consideraba junior. Yo supuse que era porque él pensaba que tenía un don
especial que no le permitía la modestia. Nada más lejos de la realidad, era el
hijo del fundador de la compañía.
Realmente la
circunstancia familiar del “intrépido” vendedor no era un problema por sí
mismo; pero ayudaba (¡y de qué manera!).
El “buen hijo” pretendía
desempeñar todos los puestos posibles en la compañía. La verdad es que es una
opción muy loable, aunque lo ideal sería que fuera por causa de una
planificación para el aprendizaje y no por capricho. Para él, era la mejor manera de demostrar su
dominio sobre las actividades de la empresa a los que, al final, serían sus
empleados.
Hubiera sido mejor que su
objetivo fuera aprender del negocio, pero…
Con estos preliminares,
el joven, un día salió a la búsqueda de clientes. Tenía claro que iba a
conseguir un gran contrato, uno de los difíciles y de los rentables. La
tipología de cliente que eligió, como no podría ser de otra manera, era “top”, “A”,
“Premium”, etc.
Antes de que llegara la
mitad de la mañana ya se encontraba desarrollando toda su verborrea con uno de
esos clientes. Su tarjeta de presentación no denotaba que fuese un vendedor de
la compañía. En ella se reflejaba, nada más y menos, el cargo de consejero. Ya
se sabe que el papel lo aguanta todo.
Como consecuencia de la
elección del tipo de cliente; la “víctima” del “consejero” era un experimentado
profesional con una dilatada carrera.
El joven argumentaba
repetidamente y con una locuacidad peligrosa en estas lides.
Al cabo de unos minutos,
el argumentario de venta había derivado en que el joven explicaba cómo
alcanzaría la máxima responsabilidad en la compañía tras un periodo desarrollando
“actividades menores” en las que evidenciaría aquello que se mejoraría en su “mandato”.
Mensajes como: “vas a ver como tu satisfacción para con mi compañía mejora”.
La oportunidad para el
comprador estaba clara. Tenía delante a un vendedor que, por encima de todo,
quería conseguir la venta. Lo importante era la “muesca en el revolver”.
En pocos minutos, el
comprador había conseguido un descuento inusual y unas condiciones de pago más
que ventajosas.
Todo era posible que
empeorase. Así ocurrió. El vendedor, como se sentía “vencedor en la contienda”;
garantizó un plazo de entrega de extrema urgencia como “medida de gracia”. ¡Vaya
gracia! De su inmodestia surgió el atrevimiento de conceder todo sin valorar
más allá de sus narices.
Al día siguiente el
comprador, consciente de que la venta del día anterior sería un problema para
la compañía y para él mismo, solicitó una entrevista con el director comercial.
Al entrar en el despacho pudo apreciar la cara de preocupación y resignación
del responsable comercial. La intuición, y las andanzas anteriores del joven,
le decían que nada bueno había que esperar de la visita del comprador.
Tras un intercambio
protocolario de saludos, el comprador fue al grano. “Ayer hicisteis la peor
venta en términos de rentabilidad, financiación y plazo que, seguro, habéis
hecho en mucho tiempo. Estoy dispuesto a acordar un plazo de entrega más cómodo
para tu empresa si me garantizas que cumpliréis el resto de los extremos del
contrato”.
No hicieron falta más
palabras, el director comercial extendió la mano y se selló el acuerdo con un
apretón de manos.
El comprador, sin
embargo, tenía otra petición más. “No deseo perder el tiempo con el fundador de
la compañía para hacerle ver lo erróneo de los planes con su hijo, pero si me
gustaría que viniese el hijo”. Tras unos minutos, apareció en el despacho el
joven vendedor.
Su cara no reflejaba preocupación
por la situación, quizás esperaba elogios sobre su labor. Antes de que pudiera
saludar a “su cliente”, éste le dijo: “Mira he acordado unas condiciones
diferentes para el contrato que formalizamos ayer. No me gusta ver como
mediocres como tú arruináis el trabajo de personas honestas y serias como tu
director comercial. Si alguna vez sales de esa mediocridad podrás pensar en
llegar a cotas más altas; mientras tanto aprende todo lo que puedas de las
personas que tienes a tu alrededor y no busques atajos”.
Tengo la tentación de
seguir contándote más, pero los hechos que acontecieron después requieren otro
artículo. Tienes que madurar lo que has leído.